Joaquín Sabina
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Supongamos que hablamos... de Joaquín |
Figura crucial de la música española del siglo XX, y del siglo XXI por puro cabezonismo. Lo han comparado con Dylan, con Brassens, con el Camarón de la democracia. Y con razón: como Dylan, canta como si se estuviera tragando una armónica oxidada, y como Camarón, no se le entiende ni papa.
La izquierda lo ama, la derecha lo tolera, y él se ama a sí mismo
Sabina es esa rara avis de la política española: un pijo progre con alma de bohemio y cartera de ministro. Fue el ídolo de la izquierda cuando aún quedaba algo de ella. Cantó contra Franco, contra la OTAN, contra el bipartidismo y contra el colesterol, aunque a veces se confundía y cantaba a favor sin querer.
Biografía
Nacido en Úbeda en algún momento del siglo pasado —cuando los fascistas llevaban bigote y los progres gafas redondas—, Sabina decidió que había dos caminos en la vida: hacerse banquero o cantautor. Eligió el segundo, pero no por convicción, sino porque el banco no lo contrató tras ver su letra.
Tras una etapa londinense en la que aprendió a hablar mal dos idiomas y a tocar bien ninguna guitarra, volvió a España a cantar sobre putas, bares, derrotas y otras instituciones del Estado. Fue entonces cuando descubrió que rimar “bragas” con “navajas” y “resaca” con “naranja” no solo era lícito, sino rentable.
Hoy Sabina es lo que pasa cuando el espíritu de un veinteañero okupa el cuerpo de un abuelo de Ikea. Se mueve por el escenario como si cada vértebra le hiciera una huelga de cuidados. Canta, si se puede llamar así, apoyado en un atril, una copa y un cigarro electrónico con sabor a Alka-Seltzer.
Dicen que arrastra un enfisema pulmonar, pero lo arrastra con elegancia: como quien arrastra un abrigo de visón por un callejón de Lavapiés. De hecho, ya no respira: recita las canciones en morse asmático mientras su banda le hace los coros, el soporte vital y la memoria.
En una de sus últimas giras con su compañero de geriatría, Joan Manuel “Sonsonete” Serrat, Sabina protagonizó un momento entre lo patético y lo poético: se cayó por el foso del escenario del Wizink Center. Algunos dicen que fue un accidente. Otros, que fue una metáfora. Él insiste en que fue una acción performática para denunciar la falta de barandillas públicas y metáforas decentes en la música actual.
Lo levantaron entre cuatro técnicos, tres fans y un poeta decadente, y lo sentaron en una silla con más ruedas que dignidad. Terminó el concierto desde allí, como quien termina un sudoku en la UCI. La ovación fue cerrada. La tapa del ataúd, no tanto.
Su legado musical es incuestionable: dejó más canciones que muelas, más versos que órganos funcionales, y más viudas emocionales que el Titanic. Le dio voz a una generación de perdedores románticos, bohemios de fin de semana y camareros con aspiraciones líricas.
Hoy, cada vez que un adolescente escribe “Noches de boda” en un tatuaje mal traducido al inglés, Sabina gana un punto de vida. Y cada vez que alguien dice que ya va siendo hora de que se retire, él responde desde el escenario con su clásica frase: “Mientras me queden pulmones y whiskys, no pienso jubilarme... aunque ya esté muerto y no me hayan avisado.”
Discografía
Inventario (1978): Un disco que escucharon 3 personas: su madre, el dueño del bar donde tocaba, y un topo de la SGAE. Aquí Sabina todavía tenía voz y futuro, y ambos sonaban igual de mal. Canciones como “Círculos viciosos” anticipaban su habilidad para rimar “sexo” con “anexo” y salir impune.
Malas compañías (1980): Aquí empieza la leyenda: canciones que beben whisky, fuman Ducados y no devuelven las llamadas. Incluye “Pongamos que hablo de Madrid”, el himno no oficial de los borrachos con pretensiones literarias. Este disco le dio a Sabina lo que todo artista necesita: depresión con éxito.
Ruleta Rusa (1984): Aquí Sabina se tira al barro… y se queda a vivir. Letras oscuras, guitarras con resaca y una producción que huele a habitación sin ventilar. Un disco que suena como un lunes eterno, con aroma a sudor y poesía barata. Pura belleza.
Hotel, dulce hotel (1987): Más que un disco, una colección de excusas sentimentales. Sabina escribe aquí como quien manda WhatsApps a su ex a las 4 AM. El título es irónico, porque lo único dulce de este hotel es la posibilidad de morir en la bañera escuchando “Quién me ha robado el mes de abril”.
Física y Química (1992): La España del post-felipismo lo abrazó como a un tío borracho en Navidad. “Y nos dieron las diez” se convirtió en la canción oficial del cierre de bares y de las bodas con open bar. A partir de aquí, Sabina se vuelve mainstream sin dejar de ser underground. Como un hámster en una licuadora de lujo.
19 días y 500 noches (1999): Este disco no es un disco, es una trilogía de Tolkien cantada por un fumador crónico. Canciones largas, versos eternos, dolor bien vestido. Aquí Sabina ya no canta: recita, vomita, seduce y amenaza, todo en la misma estrofa. Obra maestra para unos, tortura para otros. Para él: la pensión vitalicia.
Dímelo en la calle (2002): Tras un ictus y media docena de infartos emocionales, Sabina regresa con un disco que suena a habitación cerrada con persianas bajadas. Se le nota la herida y se recrea en ella. Un álbum que huele a ceniza, cloroformo y valentía. También a que alguien debería haberle escondido el micrófono durante la mezcla.
Vinagre y rosas (2009): En este disco, Sabina se junta con Benjamín Prado, lo que demuestra que dos poetas no hacen un cantautor. Letras afiladas, sí, pero con esa sensación de que alguien ha puesto demasiado vinagre y poca rosa. Ideal para deprimirse con clase.
Lo niego todo (2017): Una especie de autobiografía cantada, en la que Sabina niega su leyenda… mientras la reafirma verso a verso. Producido por Leiva, o sea, Sabina + Coachella. Suena moderno, pero con olor a polilla. Como un trapero con canas recitando a Cernuda.
Discos en directo, rarezas y colaboraciones
Dos pájaros de un tiro (con Serrat): Gira que demuestra que dos jubilados pueden llenar estadios si uno canta y el otro recita. Y si nadie se cae del escenario.
Nuevos discos en directo cada año: Igualitos que los anteriores, pero con más público y menos pulmones.
Colaboraciones infinitas: Ha cantado con Ana Belén, Fito Páez, Andrés Calamaro, y hasta con su voz interior (que también desafina).
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