La Última cena
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| En verdad os digo: Os quedáis todos sin postre |
Fue convocada por Jesús de Nazaret, un carpintero, artesano, pescador de hombres y panadero del siglo I antes de él mismo.
A ella asistieron sus doce apóstoles a los que prometió que sería inolvidable. Y efectivamente lo fue para todos, menos para Pedro.
Todo comenzó como una cena normal: algunos llegaron tarde, otros olvidaron el vino, y Judas que dijo que se iba a quedar poco, que luego iba a hacer otra cosa.
A pesar de ser rectangular, todos se sentaron en el mismo lado para ver el partido en juego Israel contra Palestina. Iba por la tercera prórroga. El árbitro tuvo que alargar tanto el descuento que aún está jugándose.
Durante la comida, Jesús ofreció pan y dijo: “Esto es mi cuerpo”.
Todos miraron el pan, lo probaron y fingieron que sabía a algo distinto al cartón. Luego tomó el vino y dijo: “Esto es mi sangre.” Andrés se atragantó. Felipe preguntó si eso era legal. Simón el Zelote empezó a pensar que tal vez seguir a un hombre que hablaba como etiqueta de vino era una mala idea.
Jesús lanzó entonces la frase que congeló la sala: “Uno de ustedes me va a traicionar.” El silencio fue tan incómodo que incluso Tomás dejó de dudar por cinco segundos. Judas por alguna razón no dejaba de mirar su reloj de arena.
Después de eso, Jesús lavó los pies de los discípulos porque no podía con el olor a sandalia acumulada.
Pedro, se negó, pero cuando Jesús le contestó con voz grave que si no se los lavaba no entraría en el reino de los cielos, Pedro cambió de opinión tan rápido que pidió que le hicieran un spa completo. Incluyendo pedicura.
Mientras tanto, Bartolomé seguía sentado al fondo, esperando que alguien confirmara si realmente había sido invitado o si solo lo habían confundido con un primo de Santiago.
Los planes a futuro se discutieron de forma dispersa. Mateo, con su obsesión contable, tomó nota detallada de cada gesto para luego escribirlo como si hubiera sido obra maestra de dramaturgia divina.
Tomás pidió pruebas empíricas de que estaban en una cena sagrada. Santiago el Mayor anunció que se iría a predicar a lugares remotos donde no sabían que lo ignorarían también.
Santiago el Menor simplemente dijo: “Yo también voy”, aunque nadie se lo había preguntado.
Judas, tras comer, se levantó misteriosamente y dijo que iba a pagar la cuenta, pero que tenía la cartera encima del piano.
Nadie le creyó, especialmente porque llevaba una bolsa con monedas y el piano no se había inventado aún.
Después de cantar El Jerusalén patria querida, se fueron todos al Monte de los Olivos a orar. Otros a orinar, que habían bebido mucha sangre de cristo.
Jesús rezó, los apóstoles se quedaron dormidos. Pero Judas trajo a un grupo de amigos y la fiesta se desmadró. Hubo espadas, orejas cortadas, gente desnuda corriendo y acabó la cosa en el juzgado.
Años después, cada apóstol tomó caminos distintos. Pedro fundó una iglesia, Juan escribió un evangelio lleno de frases crípticas, como quien quiere ganar un concurso de poesía oscura. Tomás dudó de todo, incluso de sí mismo. Judas… bueno, no terminó bien. Y Bartolomé, por alguna razón, terminó desollado, aunque aún se discute si fue por predicar el evangelio o por hacer chistes malos en Siria.

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