Susana Díaz
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Sus poderes de Charo no la ayudaron |
Susana no dejó ideas, ni reformas, ni políticas memorables. Dejó cargos, colocados, enchufes, y una colección de titulares donde siempre salía perdiendo. Su verdadero legado fue demostrar que el socialismo andaluz no se caía por la derecha, sino por su propio peso.
Biografía
Nacida en Sevilla y forjada en las juventudes socialistas como quien entra en una cofradía con carnet y peineta, Susana trepó por los peldaños del partido con la gracilidad de un gato. Fue concejala, diputada, senadora, y lo que hiciera falta con tal de estar en la foto, preferiblemente en el centro y sin nadie que la hiciera sombra.
Aupada por el susanismo (una corriente ideológica basada en "esto es mío y no me lo quitáis"), heredó el trono andaluz de manos de José Antonio Griñán, aquel prócer cuyo legado incluía millones en EREs y un GPS moral desconfigurado. Susana, lejos de limpiar la casa, se limitó a poner ambientador y seguir la fiesta.
El Cónclave de Ferraz
Corría el año 2016 y el PSOE estaba más dividido que una cuenta de bar entre tacaños. Pedro Sánchez, el entonces secretario general, quiso pactar con quien fuera para seguir en la silla, mientras Susana, flanqueada por barones y estatuas de Felipe González, conspiraba con la delicadeza de una soprano en celo.
Lo tumbaron. Literalmente. Pedro cayó y Susana, con sonrisa de esfinge sevillana, creyó que era la suya. Se postuló como líder del PSOE nacional creyendo que España empezaba en Triana y terminaba en Dos Hermanas. Pero la militancia, esa turba a veces lúcida, la mandó a paseo y resucitó a Pedro, como si fuera Lázaro.
Desde entonces, Susana fue la reina depuesta, la dama errante, la voz del pasado sonando en un casete rayado.
El Fin del Cortijo
Siguió al frente de la Junta de Andalucía como quien sigue viviendo en una casa tras ser desahuciado. Gobernaba por inercia, firmaba sin mirar, sonreía sin ganas. Y finalmente, perdió. Cayó ante un PP que, por primera vez en la historia andaluza, supo sumar más votos que chistes.
Susana culpó a la extrema derecha, a los marcianos, al horóscopo, a la posición de los astros y al Falcon presidencial, pero jamás a sí misma. Su caída fue lenta, como una persiana vieja que chirría pero no termina de cerrarse.
Tras ser derrotada en primarias por Juan Espadas —hombre cuya carisma rivaliza con el gotelé—, Susana se fue al Senado, ese cementerio de elefantes donde los dinosaurios políticos rumian su ocaso cobrando dietas. Allí permanece, invisible, como una gárgola en la fachada de la democracia.
De vez en cuando sale en la tele, nostálgica, hablando de lealtad y familia, como si la política fuera un álbum de fotos. Se rumorea que piensa escribir un libro, montar una academia de liderazgo o hacerse coach de resiliencia andaluza, pero aún no ha pasado nada que merezca crónica.
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