Elber Galarga

Tengo un buen amigo
en Roma llamado
Elber Galarga
Elber Galarga fue un personaje histórico menor, famoso por motivos que nadie logra explicar abiertamente.

Nació en una familia respetable, aunque los archivos oficiales muestran que su certificado de nacimiento fue archivado en una carpeta distinta a las demás, “por comodidad”, según las actas. Desde pequeño, los adultos parecían evitar llamarlo por su nombre completo, ya fuera por prudencia, por economía lingüística o por alguna superstición no documentada.

Durante su etapa escolar, los profesores desarrollaron métodos creativos para referirse a él sin hacerlo directamente.

Se desconoce si esto afectó a su rendimiento académico, pero se conserva la nota de un inspector que decía que nunca llegaría a nada.

Intentó desempeñarse en trabajos donde la identificación nominal no fuera un factor crítico. Fue bibliotecario un tiempo —puesto ideal, ya que los lectores rara vez preguntan por el personal— y más tarde trabajó en atención administrativa, puesto del cual fue discretamente trasladado después de un incidente durante una llamada telefónica cuyo contenido permanece clasificado.

En su única aparición en un acto oficial, el presentador lo presentó con una pausa inusualmente larga entre nombre y apellido, como si meditara reconsiderar todo el programa. Aquella transmisión se recordó por la extraña risa contenida que recorrió al público sin una causa aparente. 

Aunque nunca recibió premios, varias instituciones adoptaron políticas internas inspiradas indirectamente en su trayectoria, entre ellas la obligación de revisar dos veces los listados antes de leerlos en voz alta.

Vivió el resto de su vida con tranquila discreción, respondiendo solo al primer nombre y evitando presentaciones prolongadas. La gente lo recuerda con una mezcla de respeto y cierta cautela inexplicable, como si su sola mención requiriera un pequeño acto de confianza.

Murió un martes, día elegido por el destino porque los lunes ya estaban saturados de tragedias. Su fallecimiento ocurrió durante su boda a la que asistió únicamente gente que no sabía quién era él, pero que llegó por error tras leer mal una invitación.

Tropezó con el cable del micrófono —un cable que nadie sabía por qué estaba ahí, ya que el micrófono era inalámbrico— y cayó cámara lenta. Su caída derribó al cura, dos sillas y un ficus.

El impacto en sí no fue grave, pero su recién esposa lo asesinó para cobrar el seguro de vida.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Las chuches

Observatorio de Observatorios que No Observan Nada