Juan Soto Ivars

En su hábitat natural,
rodeado de sospechas
Juan Soto Ivars es un raro espécimen on pinta de efebo, pluma de librepensador y aura de apestado ideológico.

Un columnista que parece tener opiniones propias. Lo cual, en un país donde los editorialistas son meros mercenarios con carnet de partido y nómina adjunta, ya lo convierte en sospechoso de alta traición.

Su rostro, que conserva la tersura adolescente, contrasta con el tono veterano de quien ha visto demasiadas guerras culturales desde la barrera… y ha decidido no alistarse en ninguna.

Va de libre, y a veces hasta lo parece. Dice cosas sensatas, lo que en redes se traduce en provocación. No se deja llevar por el trending topic ni por la corrección política, aunque tampoco se pone la capa del cuñado libertario. Navega por aguas turbias sin mojarse demasiado, lo cual en sí mismo ya es un arte o una sospecha.

Escribe como si no tuviera quien le pague… o peor, como si no le importara.

De hecho, su salto al columnismo profesional fue digno de una tragicomedia laboral: se quedó en paro, empezó a soltar opiniones en Facebook como quien lanza botellas al mar, y Carlos Hernanz —periodista de El Confidencial— se topó con una de ellas entre memes de gatos y recetas veganas. Le habló de él a Nacho Cardero, y lo hizo columnista fijo.

Una potra indecente, según sus propias palabras, que aún no lo ha abandonado. Aunque en España, cuando alguien dice lo que piensa y aún conserva trabajo, las alarmas se encienden. Porque el pensamiento libre es como el unicornio: bello, esquivo y probablemente inventado.

En sus libros ha defendido cosas tan radicales como que la libertad de expresión también incluye a los imbéciles, que linchar en redes no es justicia poética sino ocio de masas, y que uno puede tener dos abuelos ideológicamente opuestos sin volverse un psicópata. Todo esto lo ha dicho con frases largas, subordinadas y sin emoticonos, lo que en la España actual se considera elitismo.

A estas alturas, no está claro si Juan Soto Ivars es un provocador elegante, un disidente domesticado o simplemente alguien que no soporta el pensamiento en manada. Lo que sí está claro es que, diga lo que diga, alguien acabará insultándolo en Twitter. Y él, probablemente, se lo agradecerá.

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