Edgar Allan Poe
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Edgar Allan Po |
Inspiró a poetas, necrófagos, relojeros enfermos y cuervos iletrados. Su nombre aún se pronuncia en bibliotecas donde nadie respira y las velas lloran cera negra.
Fue parido en la hora en que los gatos se erizan y los relojes tiemblan, un 19 de enero del año 1809, bajo cielos ennegrecidos por la mala fortuna.
Llegó al mundo como quien entra sin ser invitado a un velorio: con una mueca melancólica y el alma ya fatigada. Su madre era actriz; su padre, un susurro que huyó tras las cortinas del abandono. A los tres años ya era huérfano, lo cual explicaría su cariño hacia los cementerios y los relojes detenidos.
Fue recogido por la familia Allan, que lo crió como se cría a un cuervo: con recelo, superstición y un diccionario.
Durante su niñez descubrió tres cosas: los libros, la soledad, y que ningún espejo muestra alivio. Aprendió latín, griego y desesperación en partes iguales. Viajó a Inglaterra, donde la niebla le pareció acogedora. Luego, en la Universidad de Virginia, estudió el arte de arruinarse con dignidad.
Entre lecturas y deudas, descubrió que los sueños siempre acaban en recibos.
Su pluma goteaba tinta espesa, y cada palabra parecía exhalada por una cripta abierta. Poe no escribía cuentos: abría heridas que hablaban. Convirtió a los gatos en maldiciones, a los ojos en instrumentos de tortura, y a las casas en cadáveres de piedra.
Amó con ternura sepulcral a su prima Virginia, una doncella que parecía susurrar al viento antes de volverse parte de él. Se casaron, aunque más parecían dos figuras de un daguerrotipo triste. Al morir ella, Poe no volvió a ver la luz sino como un eco molesto.
Desde entonces, persiguió sombras femeninas, pero ninguna se quedó: todas huían al descubrir que sus serenatas incluían epitafios.
Fue hallado en una calle de Baltimore, delirando, con ropas ajenas y el alma invertida. Balbuceaba nombres, fechas, pesares. Algunos dicen que fue envenenado, otros que se lo llevó la melancolía, que tenía hambre de autor. Murió como había vivido: sin explicación, sin abrigo, sin redención.
No dejó testamento, pues todo lo que poseía ya pertenecía a la noche.
Se convirtió en santo patrono de los cuartos cerrados, los tapices polvorientos y las mentes que oyen cosas.
A veces, cuando el viento sopla torcido y el reloj se niega a avanzar, puede oírse su voz. No clamando venganza, sino editando, con furia espectral, los errores ortográficos del Más Allá.
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